La
soberbia. Primer pecado capital. Mejor morir de pie que arrodillado. Porque yo te lo mando. Soy mejor que tú. Tonterías. Todas, absolutas
tonterías. La soberbia, yo, yo invente la soberbia. Hace mucho tiempo ya,
cuando el hombre aún no era hombre, cuando todo lo que había eran plantas,
animales y un proyecto de algo indefinido llamado Adán. Todo era tan aburrido,
sólo Él y Yo, e innumerables horas de reloj aún por inventar. Para entonces
poco me importaba la soberbia, sólo quería destruir aquello “que era bueno y
así se hizo”; desde el día 7º para ser precisos.
El
gran día llegó cuando los dos seres que por allí andaban, o más bien, se podían
tener en pie conocieron un manzano un tanto peculiar. El único, el más
brillante, y para mi gusto el mejor. Cuyo magnifico y prodigioso fruto otorgaba
el don de saber aquello que Él no quería que supieran. No os hablo de internet,
aunque así parezca. Os hablo del árbol de la ciencia. Hay estaba yo, sibilino,
audaz, y por qué no decirlo también: guapo, para decirle a esa primera Eva que
conociera y compartiera, que fuera comunista
al fin y al cabo, que conociera lo que Él no le quiso contar. A ella, le
susurre al oído. A él, le mordí los tobillos y le envenené. Le quería para mí,
el primero, el único. Y mordió. Porque Adán, en ese mismo instante supo más que
Dios.
Después,
épocas muy oscuras acontecieron en la fatua historia del hombre, sí digo
hombre, ya que tras mis magníficos logros con las sociedades griega y romana
puso mucho empeño en que eso desapareciera. Y decidió someter (insisto:
someter) a la humanidad a una etapa llamada Edad Media, aunque no todo fue
oscuridad. Incandescentes llamas adornaban las plazas de los pueblos, y yo,
como una estrella que callada no dice nada pero abrasa en su cercanía estaba ahí.
Reflejado en sus pupilas y en esa risa, media risa, que aparecía en el rostro
de esa gente que se creía mejor al resto. Más pura. Más pía. Mas soberbia. Qué
buena época, en verdad.
Y
por fin, tuve que esperar unos siglos pero lo conseguí. Llegó el momento. El
hombre, sí otra vez el hombre, el mismo que dejó patente su pecado en la
garganta atragantado del susto. Ese hombre. Mira a Dios a los ojos y le dice: yo, vengo del mono. ¡Del mono! Qué
imaginación, es verdad que las mujeres no conocían la “depi-lady” en aquellos
tiempos pero… ¿Del mono? Da igual. El hombre ya podía pensar que él, y sólo él,
era responsable de todo en el universo. Y en consecuencia adoptó la ciencia
como su nuevo dios. Lo había conseguido. Yo, que atravesé el Atlántico con ese
hombre para decirle que si los pinzones tienen el pico diferente, que si la
espaciación entre islas genera barrera físicas y genéticas que evitan la
reproducción, y con ello un proceso de endogamia adaptativa al medio. Yo, que
luego no salí en ningún papel. Yo. Bueno, al menos conseguí lo que quería, le
di al hombre su pecado más poderoso. Aquel que le libera de las ataduras de su
amo y le condena a las de sí mismo. La soberbia. Se define la soberbia como la satisfacción y el envanecimiento por la
contemplación de las propias “prendas” con menosprecio de los demás. Y es que
el peor pecado, es amarse a uno mismo por encima de todas las cosas.
Perdonadme, pero sois imagen y semejanza a mí.
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