Una sensación extraña recorre mi cuerpo, es difícil de entender por qué mi alma se puso a imaginar descoordinada a mi mente, ella, intrépida como un albatros vuela sola hacia el interior de un profundo mar. Os contaré:
He sentido, que soy camino en otoño de un parque abandonado. Tras de mí, se alzan las rejas oxidadas, cubiertas de herrumbre y cagarrutas de pájaros que no quisieron emigrar a zonas cálidas, a ellas aferradas también mil ilusiones de damas esperando a sus caballeros con sus enrevesados vestidos y sus sombrillas cuanto menos graciosas. Ahora esas rejas están cerradas por un candado moderno de esos de llave plana.
Sujetando las rejas hay una entrada gris, de porte clásico y estilo pésimo, nadie decidió sobre ella simplemente se construyó allá por el XIX. La puerta perfectamente simétrica tenía dos columnas a la entrada, a las cuales estaba engarzada la reja, ellas muy firmemente descansaban el peso de un dintel sucio y mohoso, donde se podía leer Parque de los señores de Ansunez. A parte de esto, en la entrada era una edificación pobre con dos estancias enfrentadas, una para guarda cosas de jadinería y utensilios varios, y otra para guardar al guarda.
Si proseguimos por el amplio pasillo tras haber pasado las rejas me pisaríais a mí. el camino de tierra prensada, soy de tono ocre y sin muchas irregularidades, algo inclinado y liso. De mí brotan a cada lado una hilera de álamos negros, su tronco blanco trepa por el aire hasta el infinito, sus ramas se retuercen en el cielo como se retuercen los locos en el manicomio después un electroshock, y sus hojas trémulas cuando se agitan al viento silban una canción tétrica que parece que invoca a la muerte.
Estos árboles estás separados por seto verde, mal cuidado, el desuso lo ha dejado ovalados y con unas ramas mas largas que otras. Otros están secos y sin hojas. Y ninguno conserva su antigua forma cuadrada. A veces, en vez de un seto hay un banco de granito blanco, que para hacer honor a la verdad deberíamos decir de granito gris mugriento y ronchones marrón tierra dispersos por su irregular superficie.
Como os dije antes es Otoño y las hojas muertas caen sobre mí, recordándome lo muerto que debería estar y lo vivo que sigo. Ellas tienen suerte de caer, porque yo sigo perpetuo. Mi triste anchura, de unos ocho metros es tan triste, como la tristeza de que nadie camine por mí; mi largo es considerable, pues empiezo en esa fea construcción y acabo, lejos, donde no llega la vista en un palacete de recreo para los días de verano. El palacete hecho a base de piedra y cristal, recrea penosamente al que se puede ver en el Parque de Buen Retiro (cosa que he oído, porque jamás me he movido de mi sitio, soy un camino decente). La piedra no fe bien elegida, no se sabe si por casualidad o porque el administrador se saco unas perras con el proceso, era una roca granítica (como los bancos, que se hicieron porque no sabían que hacer con la piedra restante) porosa, con impurezas y de un tono gris algo deprimente. Los cristales se eligieron verdes, como el tono que tomarías las botellas tiempo después para contener vino; por eso al palacete se le apodo con el gracioso mote del palacio de la botella, y en verdad no sé si sería por eso, o porque a la señora Ansunez le gustaba mucho el producto de Baco. En conjunto no se puede decir que era feo, pero yo, que termino allí hubiera preferido acabar en cualquier otra parte.
Tantas veces por mi han caminado, tantas... Y no han dejado huellas. Y en los días de lluvia, cuando alguien piso, no le importo la tierra y su ocre mancha, ni perder su zapato en el lodo, no les importo. Pisaron, y la huella se quedo impresa al día siguiente cuando salió el sol. Para siempre. Y por mucho que volviera a llover, por muchas huellas marcadas en mí, jamás olvido la pisada que se hundió lentamente en mi tierra ocre y gris.
Y sí, me siento camino en Otoño, que lleva a un antiguo palacio gris. Me siento, o quizás no me siento... No sé deciros