22 de diciembre de 2012

Preguntas y miradas.

– ¿Desde cuándo el tiempo funciona?

– Desde que no te das cuenta que llevas reloj.– Dijiste con un tono artificialmente fingido.


Nunca soporté ese tono de superioridad actuada, y esa manera de creer que todo lo que salía por tu boca era exacto. Aún así, esa manera de jugar con las palabras como un telesketch en continua efervescencia me atontaba. Era fácil imaginar que a una pregunta sencilla como podría ser “¿Está bonito el día hoy, no?” tú contestaras tan livianamente como “seguramente que el ozono, y otros gases (algunos nobles, y otro, no tanto) filtren de tal forma los rayos del sol permitiéndome verte así, tan guapo”. Obviamente ante la segunda sentencia no podía rebatir nada (sabías como ajustar la fría lógica del daño sentimental) pero aún sabiendas de la carga de pedantería que poseía la misma frase yo te miraba y sonreía; y tú que sabías que te había pillado sonreías también. Y sonreías con esa sonrisa de te voy a comer: modificabas hábilmente tus labios dejando ver mitad de dientes superiores y la mitad de inferiores, las comisuras de los labios se anclaban tres centímetro más arriba de su posición de reposo (ni uno más ni unos menos, lo medí el día que te empeñaste en aplicarle la Física a todo lo que hacíamos justo después de salir del Museo de Ciencias Naturales), los ojos te brillaban especialmente confundiendo el azul de tu mirada con un baile indeciso de colores fríos (sobre Pantone 289 al Pantone 300 arriba o abajo, no calibro bien los colores). Y por último, tu cuello se abatía sobre sí bajando ligeramente tu cabeza. Después de esta liturgia venía un beso.
Otra pregunta que te hice un día fue:


– ¿Cómo puedo saber que soy yo el que se mira al espejo?
¿Alguna vez te ha sonreído un espejo?
Entonces clavaste tu pupila azul en mi pupila.
Y sin mucho preámbulo me dijiste que los espejos no mienten sólo son estados de ánimo atrapados en cristal, momentos, sensaciones, e incluso emociones que ante ellos podemos ver. Vernos.
Quedé aturdido por un momento, demasiado conciso, muy directo. Me extrañé. Y acto seguido de preguntó:

¿Cuándo me miras a los ojos puedes imaginar el sitio donde quieres vivir para siempre?

19 de diciembre de 2012

Tormenta de verano. Amores de agua.


Un día llegaste si previo aviso, desde entonces le diste forma a la extraña silueta de las nubes. Allí donde yo sólo veía cúmulos y nimbo, tú podías ver elefantes, teléfonos, ardillas y hasta una musaraña (yo nunca había visto eso, así que te creí). Pero siempre tenías la capacidad de ver más allá de mi mirada, y como sabías que no entendía que era aquello de una musaraña me dijiste que era un pequeñísimo roedor que habitaba en algunas selvas perdidas. Hasta entonces yo pensaba que una musaraña era eso que mirabas cuando no hacías nada.
 Desde ese día, el siguiente, y al siguiente, nos teníamos que ver por algún camino de las a fueras del pueblo. Tú a veces fingías ser Humphrey Bogart en “Tener o no tener”, y yo entonces envidiaba profundamente a Lauren Bacall tanto que podías sentirlo porque me paraba en seco y empezaba a tirar piedras con todas mis fuerzas contra la inmensidad del campo. Y entonces no me dejabas tirar una piedra más, me hacías cosquillas, y con una facilidad sorprendente me tirabas al suelo haciéndome rodar por las gramíneas (aún verdes), en ese momento ya no quería ser nadie más ni Lauren Bacall, ni Humphrey Bogart. Nadie. Sólo yo (y tú).

En otro de esos días, en que los charcos permitían reflejarse la cara y las nubes parecían estar enfadadas, también teníamos que vernos. Me encantaban esos días, eran los mejores, todo olía a mojado y podíamos jugar a ser gigantes que cruzan el mar a cuatro pasos rompiendo los charcos sin botas de agua. Nos poníamos llenos de barro. Recuerdo perfectamente que cuando llovía las puntas de tu flequillo se volvían mechones que tapaban tus ojos de forma alterna, cuando te veía así quería comerte. Los días de lluvia de otoño eran los mejores. Siempre tenías algo nuevo que contar, como cuando te pregunte, aquel día, que por qué me regalaste esa caja de chupa-chus de “FIESTA” de sabor manzana verde vacía, que nunca le había encontrado un uso, pero que la guardaba en mi cuarto junto con el disco firmado de aquella cantante que nos gustaba. Y me dijiste, después de darme un beso (con la lluvia empapándonos, porque nunca llevábamos paraguas), que esa caja era para los días sin sorpresas.







Desde entonces no volví a saber más de ti. Pero aún conservo la caja, y os aseguro, que jamás me ha dejado de sorprender que estando tan vacía me siga llegando tanto, después de tantos años.

17 de diciembre de 2012

Vitaminas.

Dicen, que en la vida si uno es bueno y toma sus vitaminas. Si no se cuela en la cola del supermercado y ayuda a ancianos a hacer mejor su vida. Y sobre todo, si sonríe a los demás. La vida le recompensa con personas que llegan y le alegran.
Pero un día esas personas se van, y así todas las que vinieron. Y al final, sólo te queda una media sonrisa y tu bote de vitaminas.

Indigo: el color de los vaqueros.

El invierno en una silla.
Tres gotas de risa en tu barbilla. Y una a punto de evaporar.
Por el suelo una sombra que asemeja un ratón, le sigue otra con ojos negros, carbón. Una se llama rabia y la otra amor; no sé distinguir qué mascota me mordió.
La pared destiñe recuerdos.
Clavé sonrisas en forma de polaroid sobre la tristeza de un domingo sin paseo por el Retiro. Aún sin mano que agarrar, las flores me miran de reojo. Tienen miedo, las voy a arrancar.
Muerdo el tiempo en tus ojos. Y las pestañas se hacen telarañas en mi cama.
Indigo eran tus ojos en mis vaqueros… Los sábados sin futbol.
Bermellón, fresa, y desayuno en la cama.
Se muda el invierno a tu nariz. Se cristalizan mis corneas, te amo bajo cero, te odio sobre todo.
Tu nombre se me escapó por la ventana. Qué lejos vuela, qué cerca dejó el nido.
Otoño.


10 de diciembre de 2012

"Me declaro culpable y no quiero ser perdonado"


Cuando me miraba no podía evitar derretirme detrás de mis gafas de pasta, él lo sabia y le gustaba sonreírme de manera cruel. Esa sonrisa que más que un cumplido para mí era un auto-alago. Sí, me hacía temblar. De una manera fría y calculada; me tenía en sus manos. Sabía que podía olerle a metros de distancia y jugaba a que buscara su aroma entre los pasillos del instituto, le sintiera. Pero luego se escondía entre sus amigos y me volvía a mirar con esa (patética) superioridad, y me hacía temblar (como siempre) para la mofa de sus amigos. Un día, armado de valor me acerqué a él. Mi tembleque había evolucionado: podríamos llamarlo, frío sentimental, de ese que te hiela por dentro aunque hagan cuarenta grados. Y articule palabra. Delante de sus amigos le dije que me gustaba y que me dejara besarle. Se rió, me miro con esa fatua superioridad y dijo: por encima de mi cadáver. Entonces, le di la razón, lo tuve que hacer… Luego puede besarlo. (Aunque frío nadie sabe igual).



PD: A los pocos minutos desapareció el temblor.
Y así fue, señor juez…

2 de octubre de 2012

RABIA

Es cuando,


Las cosas no salen como quiero.



Autorretrato. Literario. Literal.