Un día llegaste si previo aviso, desde entonces
le diste forma a la extraña silueta de las nubes. Allí donde yo sólo veía
cúmulos y nimbo, tú podías ver elefantes, teléfonos, ardillas y hasta una
musaraña (yo nunca había visto eso, así que te creí). Pero siempre tenías la
capacidad de ver más allá de mi mirada, y como sabías que no entendía que era
aquello de una musaraña me dijiste que era un pequeñísimo roedor que habitaba
en algunas selvas perdidas. Hasta entonces yo pensaba que una musaraña era eso
que mirabas cuando no hacías nada.
Desde ese día, el siguiente, y al siguiente,
nos teníamos que ver por algún camino de las a fueras del pueblo. Tú a veces fingías
ser Humphrey Bogart en “Tener o no tener”, y yo entonces envidiaba
profundamente a Lauren Bacall tanto que podías sentirlo porque me paraba en
seco y empezaba a tirar piedras con todas mis fuerzas contra la inmensidad del
campo. Y entonces no me dejabas tirar una piedra más, me hacías cosquillas, y
con una facilidad sorprendente me tirabas al suelo haciéndome rodar por las
gramíneas (aún verdes), en ese momento ya no quería ser nadie más ni Lauren
Bacall, ni Humphrey Bogart. Nadie. Sólo yo (y tú).
En otro de esos días, en que los charcos
permitían reflejarse la cara y las nubes parecían estar enfadadas,
también teníamos que vernos. Me encantaban esos días, eran los mejores, todo
olía a mojado y podíamos jugar a ser gigantes que cruzan el mar a cuatro pasos
rompiendo los charcos sin botas de agua. Nos poníamos llenos de barro. Recuerdo
perfectamente que cuando llovía las puntas de tu flequillo se volvían mechones
que tapaban tus ojos de forma alterna, cuando te veía así quería comerte. Los
días de lluvia de otoño eran los mejores. Siempre tenías algo nuevo que contar,
como cuando te pregunte, aquel día, que por qué me regalaste esa caja de chupa-chus
de “FIESTA” de sabor manzana verde vacía, que nunca le había encontrado un uso,
pero que la guardaba en mi cuarto junto con el disco firmado de aquella
cantante que nos gustaba. Y me dijiste, después de darme un beso (con la lluvia
empapándonos, porque nunca llevábamos paraguas), que esa caja era para los días
sin sorpresas.
Desde entonces no volví a saber más de
ti. Pero aún conservo la caja, y os aseguro, que jamás me ha dejado de
sorprender que estando tan vacía me siga llegando tanto, después de tantos años.
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