19 de diciembre de 2012

Tormenta de verano. Amores de agua.


Un día llegaste si previo aviso, desde entonces le diste forma a la extraña silueta de las nubes. Allí donde yo sólo veía cúmulos y nimbo, tú podías ver elefantes, teléfonos, ardillas y hasta una musaraña (yo nunca había visto eso, así que te creí). Pero siempre tenías la capacidad de ver más allá de mi mirada, y como sabías que no entendía que era aquello de una musaraña me dijiste que era un pequeñísimo roedor que habitaba en algunas selvas perdidas. Hasta entonces yo pensaba que una musaraña era eso que mirabas cuando no hacías nada.
 Desde ese día, el siguiente, y al siguiente, nos teníamos que ver por algún camino de las a fueras del pueblo. Tú a veces fingías ser Humphrey Bogart en “Tener o no tener”, y yo entonces envidiaba profundamente a Lauren Bacall tanto que podías sentirlo porque me paraba en seco y empezaba a tirar piedras con todas mis fuerzas contra la inmensidad del campo. Y entonces no me dejabas tirar una piedra más, me hacías cosquillas, y con una facilidad sorprendente me tirabas al suelo haciéndome rodar por las gramíneas (aún verdes), en ese momento ya no quería ser nadie más ni Lauren Bacall, ni Humphrey Bogart. Nadie. Sólo yo (y tú).

En otro de esos días, en que los charcos permitían reflejarse la cara y las nubes parecían estar enfadadas, también teníamos que vernos. Me encantaban esos días, eran los mejores, todo olía a mojado y podíamos jugar a ser gigantes que cruzan el mar a cuatro pasos rompiendo los charcos sin botas de agua. Nos poníamos llenos de barro. Recuerdo perfectamente que cuando llovía las puntas de tu flequillo se volvían mechones que tapaban tus ojos de forma alterna, cuando te veía así quería comerte. Los días de lluvia de otoño eran los mejores. Siempre tenías algo nuevo que contar, como cuando te pregunte, aquel día, que por qué me regalaste esa caja de chupa-chus de “FIESTA” de sabor manzana verde vacía, que nunca le había encontrado un uso, pero que la guardaba en mi cuarto junto con el disco firmado de aquella cantante que nos gustaba. Y me dijiste, después de darme un beso (con la lluvia empapándonos, porque nunca llevábamos paraguas), que esa caja era para los días sin sorpresas.







Desde entonces no volví a saber más de ti. Pero aún conservo la caja, y os aseguro, que jamás me ha dejado de sorprender que estando tan vacía me siga llegando tanto, después de tantos años.

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