Mi
primera vez, lo recuerdo bien. Fue en Londres. Fue simple pero efectivo,
certero, desgarrador y penetrante. Se podría decir que navegó desde las puntas
de los pies hasta el recoveco más escondido de mi cerebro. Pero todo a su
tiempo, ahora os diré como empezó todo.
El
día gris, ventoso, lo normal para un marzo londinense. Cuando llegué a él,
cuando le tuve delante. Tuve que atravesar, y sortear a bastante gente. Hasta
que le tuve ante mí, yo le miraba y creo que él también podía mirarme. Se me
heló la sangre, y sentí un hormigueo debajo de la lengua, una ligera sudoración
invadió todo mi cuerpo en un momento una fina película de sudor frío me
envolvió. Siguió una lánguida ansiedad, que fue creciendo, y creciendo, y
creciendo. Hasta que sin poder reprimir una fuerza que me oprimía el pecho sin
dejarme respirar bien, se me escaparon dos lagrimas. La primera por el ojo
derecho abría camino a favor de la gravedad hasta perderse en los labios; la
segunda, algo más tímida cayo con el mismo gradiente pero resbaló hasta el
mentón y cedió al mármol del suelo evaporándose a los 16,7 segundos (para ese
entonces no tenía la espesa barba que todos me veis). Así fue como pasó, mi
primer Stendhal y yo sin estar preparado, sin que nadie me avisara. Intenso y
corto, apasionante… Cuando vi Los
girasoles, sentí el arte. Supe que podía sentir.
Estoy
seguro, que cuando vea a mi marido sufriré otro, lo sé. Como sé a qué deberá
oler.